jueves, 16 de julio de 2009

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LEAO CAMPEAO

“Lo importante en la vida no es la victoria, sino la lucha, lo importante no es haber triunfado, sino haber luchado bien”. Con este bastión moral como materia prima, el pincha dio una práctica insobornable y perseverante en el Mineirao, con armas tan filosas como puras, sin egoísmos y con un discurso de invariable solidez. Con las agallas de un grande, y con los cojones que sólo se cultivan en la ribera platense, empuñando una manera, un símbolo que se contextualiza con una bandera celeste y blanca. Así, se coronó campeón de la Copa Libertadores.
11 jugadores forjados en la escuela del fútbol, esa academia que logra resucitar a quienes vienen al mundo bajo las huestes de la pobreza, de la necesidad, y que se acostumbran a solventar esas carencias sociales en los sueños, motores sustanciales de una fuga premeditada de la realidad, a veces injusta. Ninguno de ellos tembló ni vaciló. Sino que su desparpajo y esa retórica encarnada en casaca blanca a bastones rojos, se les forjó en la piel y los condujo al ideal. El triunfo no es compadre del miedo dicen.
Los de Cruzeiro parecían hombres sin tiempo, estáticos, detenidos, como si la sangre de su cuerpo se helara con la picardía del reloj, y sus piernas se amedrentaban ante el rugido de estos leones. Estos pinchas modernos, sin aduanas, sin más que un clamoroso afán de gloria les proponían matar o morir sin un atisbo de misericordia. Deshumanizados totalmente, vacíos de vida pero exacerbados, sus hombres perdían en la estancia. Y los otros, los que hasta ese momentos perdían, se sostenían con un mítico estoicismo con la ambición por sobre la adversidad, sin popularidad más que de unos cuantos locos que se inmiscuyeron en el estadio.Se sostuvo por su enjundia.
Encontró en Verón una alquimia justa, combinando personalidades entre un creativo orfebre, elucubrando métodos para socavar de los rincones pociones bíblicas de la victoria, junto con un perro de presa que te respira en la nuca contándote los huesos que va a roer. Suelto, desatado de sus prisiones, la brujita sintió al campo como su templo, y al fútbol, su religión a profesar. Infatigable, entregando su piel intensamente transpirada, pareciendo una diabólica bocha blanca y los demás, pincelando con sus piernas el camino a seguir, arrebatado, gritando y generando admiración y miedo. Mucho miedo.
Lo perdía. Se le escurría entre los dedos por esas cosas de la vida. Ese gol de Henrique era un castigo, una prueba de alta alcurnia para despertar y enfatizar ese corazón que de a poco comenzaba a sobrevolar en la noche. No tuvo más que proponérselo, que sentirlo y exteriorizarlo. Primero, de la mano de la Gata Fernández, despidiéndose pero llevando un regalito a su última faena con la casaca. Y luego, él. Mauro Boselli, el goleador de raza, ese que se hace fuerte en las difíciles. La mandó a guardar para emancipar su nombre de todo competidor por el goleo y -claro está- por la Libertadores.
Estudiantes campeón. Un sentimiento que se argentinizó con el correr de los minutos, que se encarnizó en un grito celestial al pitar el árbitro Chandía. Verón desparramado en el piso, abriendo los ojos para dejar de imaginar esos sueños y comenzar a creérselo. Se acordaba del Ruso Prátola, de ese predicador de la mística de la institución. El triunfo también es tuyo.
Un sentimiento que surge, que brota. Que corrompe cualquier elemento particularista que nos abarca. Esta guapeada rioplatense en tierra brasilera no es la primera, y no será la última. Estudiantes renació. Por los Verón –padre e hijo, reyes en sus eras-, por Zubeldía y por todos los que llevan ese rugido en la sangre. Salud campeao.


IVÁN ISOLANI (abetsen@gmail.com)

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